Inseguridad urbana
¿El hombre es el lobo del hombre que la autoridad debe contener, o es bueno y libre por naturaleza hasta que la sociedad lo corrompe? Tales las tesis antagónicas de Hobbes y de Rousseau, sostenidas desde el mundo moderno.
¿El hombre es el lobo del hombre que la autoridad debe contener, o es bueno y libre por naturaleza hasta que la sociedad lo corrompe? Tales las tesis antagónicas de Hobbes y de Rousseau, sostenidas desde el mundo moderno. Pero hay un elemento contenido en ambas: el hombre es vulnerable. Por eso desconfía del otro y por eso también lo necesita. Y por eso hay ciertos valores que con la asociación política deben serle protegidos mediante reglas obligatorias: su vida, su integridad física, los bienes de que dispone, su respetabilidad. Reglas que institucionalmente deben hacerse cumplir para su garantía.
Y hay, en general, reglas normales de aceptabilidad social, necesarias para evitar el caos. Que definen las formas del comportamiento social adecuadas a situaciones determinadas; así como reprimen las consideradas intolerables. Los que se hallan al margen de la sociedad, puede que sigan otras reglas, subculturales, pero que serán permitidas sólo si no colisionan con las generales.
La desviación tiene, así, un alcance mayor que el delito: éste consiste en aquella desviación que transgrede la ley.
Ahora bien: a esas reglas de aceptabilidad… ¿quién las establece?, ¿un número significativo de personas, o el número de las personas significativas?; ¿varía esa consideración según la clase social, según el poder? Porque, en el caso del delito, ¿quién crea la ley y con qué control se lo hace cuando, p. ej., es el poder mismo del Estado el que legisla su exención de responsabilidad y la de sus funcionarios, o cuando son éstos quienes se acuerdan privilegios, o se enriquecen en oportunidad de su cargo?
Pero en todo caso, no se discute que las leyes protegen ciertos valores básicos; y a ese efecto tienen sanciones, que ante su incumplimiento deben hacerse efectivas mediante su aplicación y ejecución a cargo de instituciones específicas.
Es cierto que hay razones para el delito común (desigualdades sociales, desempleo, pobreza); es verdad que hay, además del ‘callejero’, el llamado de “guante blanco”, el cometido a través del Estado,… que no se combaten de igual manera.
Pero, como sea, se mantiene la necesidad del orden social: que se respeten ciertas reglas que se suponen fundadas en valores.
En cambio, ¿qué se hace? En lugar de combatirse el delito (y removerse las causas de la ignorancia, de la pobreza, de la desocupación) y garantizarse la seguridad del conjunto de la población, lo que a lo sumo se hace es una apariencia de ‘administración de la inseguridad”, de ‘gestión del riesgo”: las autoridades empiezan por negar el problema y, cuando no pueden menos que admitirlo, se escudan en aspectos burocráticos y en límites legales.
De lo que resulta que el particular, si tiene los medios, se aísla en sus propias medidas de seguridad. Se forman entonces “islas” mejor protegidas: determinados trayectos, barrios cerrados con seguridad privada, centros de consumo con estacionamiento vehicular propio. Se debilita de este modo una sociabilidad solidaria, necesaria para la buena convivencia, y aumenta la desconfianza, por temor al delito. A tal punto que éste, a la vista de la impunidad (de los de abajo y de los de arriba), de la inacción, impotencia o complicidad de las autoridades, ya ni se denuncia por miedo a las represalias (de los de abajo y de los de arriba).
En definitiva: los delitos deben ser combatidos a todo trance y las leyes aplicadas y ejecutadas siempre. Me permito recordar la teoría de las “ventanas rotas”, planteada en el `82 por Wilson y Kelling y base de las políticas de ‘tolerancia cero’, que sostiene la relación directa que hay entre los signos del desorden y la delincuencia: si en un barrio se deja una ventana sin reparar, a ella seguirán muy pronto otras muestras de abandono, lo que conducirá a un proceso de deterioro y a que los residentes ‘respetables’ intenten irse, siendo reemplazados por ‘desviados’; es que el deterioro es un mensaje a los posibles infractores: les dice que los residentes no se preocupan. A su turno, la política de ‘tolerancia cero’, afirmando que la reducción del delito se logra con un mantenimiento constante del orden, no permite ni aún los delitos menores ni las conductas perturbadoras. En Nueva York se aplicó: primero en el metro y luego en la calle. Lográndose una reducción del número de homicidios. Se extendió entonces a otras ciudades de Estados Unidos.
Es que repitamos: el hombre, antes que bueno o malo, es vulnerable. Por lo que su sistema político sólo se legitima en su ejercicio, si le procura orden y seguridad. Sólo así se evita que la vida en grandes ciudades como es la nuestra, con su anonimato, torne esa vulnerabilidad en trato evasivo y desconfiado, en lugar de solidario.
Si se desatienden estas necesidades básicas, el delito penetra y crece en la sociedad. Así se le permite organizar y equipar. Como es el caso del tráfico de drogas, que no es sólo que su distribución y venta configura un delito, sino que hace más violenta la ejecución de otros. Y la misma autoridad que esto reconoce, termina sugiriendo despenalizar su consumo…
Es cierto que la globalización misma ha contribuido a sus ramificaciones; pero no lo es menos, que el crimen organizado se difunde en los países en que se lo facilita. Se dirá también que en toda sociedad hay delito; pero su aumento sin control, perpetrado en banda, con armas de fuego y con desproporcionada violencia, como nos está ocurriendo, es porque ni políticos ni jueces ni policías lo impidieron a tiempo.
Vivimos en una gran ciudad, lo que implica la proximidad y a la vez el desconocimiento recíproco. Con un amplio conurbano, lo que conlleva la concentración en ella, de problemas económicos y sociales. Que hasta ‘megalópolis’ puede llamársela, si consideramos sus conexiones globales por la importancia que tiene su puerto exportador; lo que acaso explique, al menos en parte, el problema de narcotráfico que padece.
Y por otra parte, su entorno rural se ha integrado a ella, por el comercio y las comunicaciones; receptando asimismo sus problemas de inseguridad.
Se entiende entonces que nos hayamos puesto más agresivos; que haya crecido la desconfianza mutua; que debamos convivir con el crimen y la violencia diarios; con las noticias sobre corrupción; que veamos desigualdades y pobreza acentuarse; que migraciones provoquen escasez de vivienda y por tanto indigencia; que el desconocido con ciertos rasgos (y así, estigmatizado), por su sola condición de tal, sea un extraño sospechoso cuyo contacto se evita; que lazos débiles y superficiales, fugaces y parciales, hayan hecho que la competencia prevalezca sobre la cooperación; que debamos afrontar la experiencia cotidiana del peligro cuando nos detenemos en un semáforo…
Este carácter impersonal de la vida urbana puede ser aplicado, en general, al conjunto de la vida social en las sociedades modernas. Lo que no quita que, si el orden y la seguridad se garantizaran a la vez que los servicios esenciales funcionaran, esta misma vida urbana pueda ofrecernos diversidad, posibilidades, nuevas relaciones provechosas, experiencias placenteras,… Lo contrario es la acumulación del odio y del resentimiento que estalla, con detonadores mínimos muchas veces, en actos de violencia indiscriminada, esporádicos pero sin solución ni control.
A lo que cabe agregar que, en regiones como la nuestra que no aciertan al desarrollo, no sólo que el crecimiento urbano es mayor (con sus secuelas de contaminación, etc.) sino que es la economía informal la que absorbe a esa masa marginal, sumergida, no cualificada. Economía que no permite crecer, no es productiva, no tributa y perjudica al resto de la economía.
Y lo que es triste: nos hemos endurecido contra los pobres; hemos cercado nuestras casas, nuestros barrios y hasta los lugares públicos se disponen para que no puedan utilizados como refugios transitorios; todo para evitar el contacto con toda una masa flotante empujada al trabajo informal
Por eso, impostergable misión de una dirigencia política que sea honesta y no especule: generar las condiciones de orden y seguridad que la capacitación y el desarrollo requieren, aliviando al necesitado al tiempo que deteniendo inexorablemente el avance del delincuente.
Juan Alberto Madile Rosario, Agosto de 2014
Publicación periodística: 25/08/2014