Juan Alberto Madile - Pensamientos
Martín Heidegger / Wilhelm Dilthey
Compartir:               


No llegaremos a escuchar los aplausos

Tiempo y vida. En nuestro país el tiempo ‘pasa’ y los gobiernos y  las situaciones económicas se suceden. También en nuestra vida individual el tiempo transcurre, con sus propios acontecimientos y con las realidades que atravesamos.

Tiempo y vida. En nuestro país el tiempo ‘pasa’ y los gobiernos y  las situaciones económicas se suceden. También en nuestra vida individual el tiempo transcurre, con sus propios acontecimientos y con las realidades que atravesamos.
Hablamos  pues, de la vida (tanto social como individual) y de su tiempo. Vida humana, y por tanto, consciente. Ello dado en una realidad; a la que le es constitutivo lo espacio-temporal. ¿Habrá otra, trascendente? quiero decir: ¿fuera o más allá del tiempo y que constituya el verdadero Ser?

Repasemos nuestra tradición intelectual: en el pensamiento griego antiguo, germen de nuestra cultura, el tiempo no interesa demasiado. Más se ocupa del Ser, considerado eterno por Platón, para quien el tiempo no es más que “imagen móvil de la eternidad”; y relacionado con el movimiento por Aristóteles. Más tarde, en la Edad Media, se lo vincula con la conciencia, que lo mide, y preocupa su relación con la vida eterna. En la Edad Moderna, constituye “el orden de las cosas que no son simultáneas”… así como el espacio es un orden de coexistencias, el tiempo es “un orden de sucesiones” dice Leibniz. Con un concepto más complejo, y cuando comienza a interesar más la Teoría del Conocimiento que la del Ser, Kant lo entiende, del lado del sujeto que conoce, como forma a priori de su intuición. Pero es en el mundo contemporáneo que el tiempo como temporalidad, como su vivencia, pasa a ocupar un lugar central. Con Husserl, que lo considera como estructura de la corriente de vivencias de un sujeto consciente, correlativas a los fenómenos en que se presenta el ser, si bien con su método de reducción eidética dice determinar en esos fenómenos, sus modos de ser universales y necesarios y por último llegar, con su reducción trascendental, a la no reductibilidad de la conciencia por no ser un objeto; con Heidegger, con quien el hombre no es más que temporalidad y en quien ‘trascendencia’ no es ya lo que existe independientemente de la conciencia o fuera de la realidad material, sino el acto por el que el existente se sobrepasa (se trasciende) y por este acto se constituye el yo y correlativamente, todo lo que no es él; inmanencia que torna insuperable la subjetividad. Y es asimismo en nuestra época, la consideración del tiempo social; con Dilthey, que acomete una crítica de la razón histórica; con el desarrollo de las ciencias de la cultura, que destacan la originariedad de la vida espiritual y del mundo humano; señalándose la conexión existente entre la vivencia, su expresión y su comprensión: “el hombre sólo es capaz de comprender lo que el espíritu ha creado”.

Pero vuelvo a la escala individual para intentar la siguiente experiencia: me dirijo a mi interior, que es un ‘sentirme vivir’; pero el vivir me remite afuera (todo vivir es intercambio con un medio), a cuanto mi conciencia (que por ser inteligente es autoconsciente, además) me dice que no soy; es, justamente, lo que queda fuera de mí (es mi exterioridad, aunque la necesite) si bien ya es un todo a lo que me refiero, aunque de ello me diferencie. Ya esta experiencia es vida en su unidad; es totalidad, es suceso espiritual. Hay conexión a un fin. Y hay estructura, modo organizado de mi comportamiento. Además, esta inmediatez es ya, búsqueda de significado, y lo expresa en un discurso. Así, recién lo entiendo.

Vale decir: esta simple experiencia es vida que no se reduce a la orgánica de mi cuerpo. Pero, ¿qué soy entonces? Porque si ‘siento’ mi vida y ella me traslada a una exterioridad que mi conciencia me dice no serla, ¿qué soy en cambio?: un vacío insoportable que busco colmar con mi actividad; me trasciendo a mí mismo por tanto, proponiéndome fines y proyectándome en ellos. Me hago mi ser, en ellos. Pero ellos son en el futuro y el futuro todavía no es, ¿soy, por consiguiente, siendo que el tiempo de mi existencia consciente es este transcurrir que se adelanta a sí mismo, reteniendo a su vez un pasado que necesito para ubicarme en mi presente? ¿y siendo que al sentido de mi vida lo estaría dando, recién, ese futuro sólo posible, que me propongo? ¿O no será que mi libertad comienza justamente cuando me niego a un Ser invariable y entonces, al no ser para siempre, es que siempre me renuevo?
‘Estamos vivos ahora’, lo sabemos. ‘Vida que se acaba’, también lo sabemos. Antes en nosotros, los individuos, que en nuestra especie. Y ‘somos conscientes’, por eso lo sabemos. Y porque lo sabemos no sólo que vivimos sino que tenemos ‘vivencias’; vale decir: unidades de vida con algún significado para nosotros; seres con ‘temporalidad; esto es: con calidad de temporales por tener medida del tiempo. Pero entonces, ¿qué somos, fuera de individuos de determinada especie? Antes aún, ¿somos siquiera?

En rigor: antes que ser, nos temporalizamos. Y el tiempo en sí, no es. Aún en relación con el movimiento y el cambio, no hay más que devenir. En cuanto a nuestra temporalidad, en tanto conciencia o medida del tiempo, como presente no es puesto que no lo podemos retener; como pasado, ya no es; y como futuro, tampoco todavía.
No podemos pues, inevitablemente inmersos en esta fluencia indetenible, ni alcanzar ni participar de Ser absoluto alguno. Pero sí podemos hacernos dueños de nuestra existencia, como advenir. Es cuando nos pro-ponemos (nos ponemos por delante), libremente, fines; y nos aplicamos a su realización. Es cuando, en el proceso, viene a nosotros (ad-viene) ese futuro que hemos elegido anticipar; el cual imanta en su dirección las circunstancias de nuestro presente y confiere: sentido a nuestro comportamiento y significado a la realidad que vivimos.

Llevado a lo personal y al comienzo de estas líneas: el ser de nuestro país me inquieta y para entenderlo me intereso en su historia; y advierto que sin falsas promesas electorales seguidas por una masa ignorante, ni utilización del Estado en beneficio propio, ni sobornos que se aceptan para no trabajar, seríamos recién un país serio. Tampoco cabe ya, el engaño intelectual: no hay un destino glorioso que nos aguarda, ni existen valores intemporales que se realizan necesariamente en la historia. Sólo cabe el esfuerzo honesto y el debido desempeño de la función asignada a cada uno. No recompensa eterna sino por cumplimiento del deber… y habremos dejado una sociedad ordenada y valores que transmitir.

La reseña del pensamiento occidental de un párrafo precedente me inclina a pensar, llegados al nivel de inmanencia completa que indica el tratar la existencia humana individual como sólo temporalización, haberse alcanzado una instancia inapelable. En que todo depende, exclusivamente, de cada uno de nosotros.
Interrogarme acerca del tiempo me deja la sensación de haberme enredado en palabras que no dan respuesta. Pero, ¿cómo fundamentar una ausencia de fundamento? ¿cómo dar cuenta de mi ‘suspensión’ en la nada? Dice San Agustín: “¿qué es el tiempo? Cuando no me lo preguntan, lo sé; cuando me lo preguntan, no lo sé”.

Es que la interrogación traduce un desasosiego más hondo: la incertidumbre acerca de la posibilidad de mi propio ser. Que es posibilidad, a cada momento, de dejar de ser, de no ser en forma definitiva. Momento último que no será mi apoteosis sino la mera extinción de algo que habrá estado signado siempre por el temor a que ese momento llegara.

Y dada esa posibilidad como ya inevitable, no habrá Teoría del Ser ni interpretación de la Historia y de la cultura que me redima de morir del todo. Así como ninguna religión evitará mi muerte y así como nadie quiere morir, por creyente que se diga.
Tiempo y vida: la vida termina. Como individuos conscientes lo sabemos. Pero en tanto nos propongamos fines nos adueñaremos de ese modesto futuro diciéndonos: “Habré de morir, pero no todavía”. Y en tanto nuestra acción sea creativa podremos agregar: “No me reduzco a mi pasado”.

He aquí el mérito: cumplir con el deber ser aunque ningún Ser nos sostenga; y justificar nuestra vida aunque ninguna razón la fundamente. En virtud de la irreductibilidad de nuestra conciencia e insuperabilidad de nuestra subjetividad, nuestra persistente decisión de hacernos. Y tratar en la última escena, de morir con dignidad; aunque no lleguemos a escuchar los aplausos.

Juan Alberto Madile

Rosario, noviembre de 2017                                                                                                                 Publicación periodística: 06/01/2018             

 



Una buena voluntad