Juan Alberto Madile - Pensamientos
El dios egipcio Thot
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Recuperemos las palabras

Viajaba en un colectivo urbano cuando una parejita se instaló en el asiento que precedía al mío. Observé que intentaron en algún momento decirse algo; con monosílabos, algunos gestos y ademanes;

Viajaba en un colectivo urbano cuando una parejita se instaló en el asiento que precedía al mío. Observé que intentaron en algún momento decirse algo; con monosílabos, algunos gestos y ademanes; no se entendieron y discutieron; en seguida, cada uno se sumió en su respectivo celular, totalmente ajeno al otro. Y juzgué, acaso sin derecho a una situación que me era ajena: “¡qué falta de comunicación!” “¡qué pobreza de ideas!”.

El fugaz intento seguido del abrupto cierre de tal frustrada comunicación puede deberse – seguí pensando - al menos en parte, a falta de posesión de lenguaje; porque recién nos apropiamos de nuestro pensamiento, con la palabra que lo expresa. Pero que debe ser la adecuada y precisa. Sólo así no es equívoca. Para nosotros mismos, no únicamente para transmitirla.

Y no es que, por lo común, primero pensemos y luego lo digamos. No estamos reflexionando siempre. Pensar y decir van por lo general juntos. Ya la palabra misma tiene su propio sentido. Lo que nos permite comunicarnos y que nos entiendan. Si bien nuestra intención es muchas veces dar un sentido nuevo con palabras viejas. Pero este sentido va en todo caso unido a palabras que los demás conozcan. Aunque sea de lo que  nos imaginamos y sentimos. Y otra vez: no es que primero imaginemos y sintamos y después lo expresemos. Ya para imaginar requerimos de imágenes y también de palabras que nos hablen de lo que no está presente, de lo que no puede ser representado por imágenes, de lo que es abstracto. Y en cuanto a lo que sentimos, ello es asimismo inseparable de su expresión. Hasta se ha sostenido que no es tanto que lloremos porque estamos tristes sino que estamos tristes porque lloramos. Y aún aquí, serán las palabras pronunciadas, a nosotros mismos y a los demás, las que darán tanto el contenido como la medida de la vivencia. Pero para eso, deberán ser ellas las adecuadas y precisas. Que antes tendremos que haber aprendido. Justamente para mejor decir lo que no deja por eso de ser propio y personal.
Y esta capacidad se adquiere primordialmente con la lectura. Que no es de noticias del día solamente, ni de las medias palabras de los mensajes de texto, sino a la buena literatura me refiero; a esa multiplicidad articulada con que ésta nos enriquece. Es lo escrito con cuidado y con belleza, lo que nos proporciona el vocabulario y la sintaxis (la gramática lógica) para la necesidad que tenemos de manifestarnos. Y si sirve a esta necesidad, a su vez ella genera otra: la inclinación a escribir; donde a todo deberemos expresarlo sin el auxilio de gestos y ademanes y sin un contexto, que permite admitir lo implícito por darse sobreentendido. Y si bien decimos y bien escribimos, a mejor vivir estaremos contribuyendo.

Pero lamentablemente, la experiencia diaria comprueba lo contrario: aunque el intercambio rápido no alcanza muchas veces al entendimiento mutuo, aunque los mensajes abreviados sirvan sólo a lo inmediato, aunque vagas medias palabras usadas sin distinguir en oraciones truncas den lugar al equívoco y al desvío, a la confrontación inclusive, un discurso más prolongado ni termina de ser escuchado y se interrumpe. Vale decir que no llega siquiera a tolerarse. Puede esto deberse a la celeridad con que vivimos. Es en alguna medida cierto. Pero en programas de televisión extranjeros, no más que de entretenimiento, oigo hablar inglés con una dicción perfecta. Y son sociedades que trabajan más que nosotros. Nada nos exime entonces de un lenguaje más correcto y más completo, aún con el ritmo de vida urbana que llevamos. Habría menos malentendidos, equivocaciones y conflictos, si al menos nos entendiéramos correctamente. Lo que no implica - cuando por ejemplo nos estamos dirigiendo a alguien en la vida diaria - pretender de nuestro lenguaje exactitud matemática ni formalización lógica; ni por otra parte minuciosidad descriptiva ni exaltación poética. Pero sí que tenga,  por tratarse de una comunicación estructurada – como lo es todo ejercicio del lenguaje humano -, un suficiente grado de articulación, en correspondencia con el estado de cosas que le estamos refiriendo a ese alguien, al tiempo que pretendemos expresarle, acerca de ello, algún sentido propio.

Seamos concientes de que esta participación comunicativa – cualquiera sea – que sostenemos con esa persona, está ya presuponiendo la integración que ambos tenemos a un mismos mundo cultural, que con su lenguaje estamos actualizando al “vehiculizar” sus significaciones; y cuya riqueza de contenidos este lenguaje simboliza. Y que es nuestro caso: herederos de un acervo de interesante complejidad, que una lengua armoniosa y abundante en matices simboliza. Vale decir, tanto bella como rica. Dependerá entonces de cómo aprendamos a emplearla, para tanto encarnar ese acervo como expresarnos nosotros.

Ahora bien: ¿no es que varía tal exigencia, según el contexto en el que hablemos? Porque sin duda no es lo mismo: un soliloquio, el habla cotidiana, el discurso público, una comunicación que se tiene con alguien en la intimidad,  el rigor  terminológico que demanda un tema científico o un problema técnico,… Sin embargo en todos ellos, esta habilidad adquirida nos permite crecer: en el soliloquio, porque la palabra justa contribuye a serenarnos, aclarando y ordenando ideas; en el habla cotidiana, porque de esta manera mantenemos estable una convivencia en general que debe ser pacífica; en el discurso público, porque lo contrario nos rebaja y desmerece a todos; en la relación íntima, porque nos permite abrirnos sin herirnos; y en la ciencia y en la técnica, porque éstas requieren de términos definidos con precisión y relacionables según reglas.

Y es aquí precisamente donde la Filosofía contemporánea se ha detenido; para hacer explícita la necesidad de un lenguaje exacto para lo que debe ser demostrado y verificado. No es por azar que uno de sus temas centrales (y palabra clave de nuestro tiempo, tampoco casualmente) sea la Semántica (que, en rigor, debe ser estudiada como abarcada por la Semiótica).

Con el inicio del mundo moderno, empezaron a surgir y a desarrollarse las ciencias particulares. La Filosofía siguió este proceso, procurando fijar los alcances del conocimiento tal como hoy lo entendemos. Habiendo pasado a ser ahora el lenguaje, principalmente el de las ciencias, su materia propia de análisis y construcción. Llegando Wittgenstein ha proclamar: lo que siquiera puede ser dicho, puede serlo correctamente; y de lo que no se puede hablar hay que callar. Lo que significa: elaboremos un lenguaje riguroso y eliminaremos preocupaciones tradicionales de la Filosofía que parecían sin solución, pero es que estaban mal formuladas.

… y pensar que la aplicación (tecnológica) de este prodigioso avance de las ciencias, desde el Renacimiento hasta nuestros días, a lo que la Filosofía ha contribuido afinando su lenguaje y distinguiendo sus dimensiones y niveles, parece haber resultado en la fabricación de estos aparatitos que interrumpen toda meditación serena, todo diálogo con nosotros mismos; que empobrecen nuestro léxico dificultando que nos comprendamos mutuamente por completo; que hacen que, al darnos la posibilidad de conectarnos con alguien lejano y muchas veces anónimo, estemos al mismos tiempo ignorando a quien tenemos al lado.

… como en esa situación que presencié como pasajero, en el colectivo que me trasladaba a un destino también pasajero; como pasajeros fueron esa escena y el momento de reflexión que me provocó. Pero que permanece como significación en esto que escribo. Por virtud de la palabra, que me permite expresarlo.

Juan Alberto Madile
Rosario, octubre de 2014
Publicación periodística: 20/10/2014



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