Optimistas y pesimistas
En el período electoral que atravesamos, algunos tienen esperanzas y otros temores. Es entonces oportuno reflexionar
En el período electoral que atravesamos, algunos tienen esperanzas y otros temores. Es entonces oportuno reflexionar acerca del optimismo y del pesimismo en general. Ambos términos proceden de extremos opuestos: de lo óptimo y de lo pésimo, de lo superlativamente bueno y malo, de lo que no puede ser mejor y peor. Y ambos casos pueden darse: como disposición natural y espontánea de la persona o como posición intelectual.
Si de esta última se trata, ella puede entenderse: o como triunfo del bien sobre el mal o lo contrario (o predominio de uno sobre el otro), o como el mejor (o el peor) de los mundos posibles, o como el aspecto de las cosas a resaltar.
Agustín, ob. de Hipona, es ejemplo de lo primero: la historia es, según él, el desarrollo de la lucha entre dos ciudades, las que llama Ciudad de Dios y ciudad terrena, que terminará con el triunfo de la primera; al ejemplo opuesto puede representarlo el gnosticismo de los primeros siglos del cristianismo, que interpretaba el desenvolvimiento de la realidad como un empobrecimiento de la sustancia divina hasta su contrario, el mundo material, de lo que puede concluirse que Dios no lo creó.
Expresión de la segunda manera de entender la oposición es el racionalismo que, cuando se salía de la Edad Media y se entraba en la Moderna, pretendía demostrar por un método deductivo, lógico-matemático (y no tan sólo con fe, si bien ya Tomás de Aquino había ensayado vías racionales al efecto), la existencia de Dios a partir de la idea apriorística de un ser absolutamente perfecto, creador del mundo exterior. Y el exponente más claro es Leibniz, que siguiendo los principios (lógicos) de no contradicción y de razón suficiente, decía: para que una esencia sea posible, basta que no sea contradictoria; la idea de un ser que existe necesariamente no es contradictoria (por ser ilimitado, no hay nada fuera de él que pueda negarlo, contradecirlo), por tanto, de la esencia del ser necesario se sigue su existencia; en conclusión, Dios existe… Y Él creó el mejor de los mundos posibles, “pues es necesario que exista una razón necesaria de la elección de Dios… razón que no puede encontrarse más que en la conveniencia o en los grados de perfección” que los mundos posibles tengan… De ahí su optimismo.
La contraposición a esto, ya contemporánea, la expone Schopenhauer (aunque aún en el clima del idealismo filosófico alemán), al partir de lo que llama la ‘voluntad’, que busca la satisfacción de la necesidad y el deseo, que son fuente de dolor y siempre resurgen. De ahí su pesimismo.
Acerca de Leibniz cabe advertir que a su pensamiento de la realidad según un modelo matemático, faltaba en su tiempo el complemento de una investigación empírica suficiente. Hoy sabemos que hay esencias, sólo en tanto pensadas; y que las existencias, por su parte, requieren ser comprobadas no bastando con deducirlas de supuestos caracteres de aquéllas. Si aún en sentido lógico, se identifica contradicción con imposibilidad solamente si se admite el principio de razón suficiente como lo entendía Leibniz; que lo posible es lo contrario de lo imposible pero no es lo mismo que lo necesario; de modo que de pensar (aunque se lo haga lógicamente) a un ser necesario, no se sigue que exista; no se sigue que no pueda no existir.
Y acerca de Schopenhauer cabe recordar que esa ‘voluntad’ que expresa, es una “cosa en sí’ como esencia del mundo que no puede llegar a ser objeto de conocimiento; que se objetiva en grados que son las ideas; las que se reproducen en cosas e individuos; siendo condición de posibilidad de esta multiplicidad: el espacio y el tiempo y las relaciones. Ideas, sólo conocibles por el genio; que las reproduce en la obra de arte. Cosa en sí e ideas, fuera del espacio y del tiempo. De manera que para el resto de los individuos sólo queda la sujeción de su conocimiento a una voluntad que nos impele a una satisfacción nunca definitiva de la necesidad y del deseo; fuentes de dolor.
Pero si no suponemos a esta fuerza ciega fuera de la realidad, ni por el otro lado a un ser perfecto que no pudo sino haber creado el mejor de los mundos posibles, entonces, más allá de la disposición de ánimo de cada uno y de sus circunstancias particulares, la distinción optimismo/ pesimismo pierde mucha de su fuerza. Sólo quedan: una voluntad pero como concreta facultad humana de realización; y un mundo pero en sentido sociocultural, que de lo que hagamos en ejercicio de esa voluntad dependerá se mejore o no. Es, pues, una responsabilidad que no se agota en la falsa opción entre optimismo cobarde y pesimismo derrotista (quien no quiere ver lo malo y quien se obsesiona con ello).
Si aún Leibniz, que hablaba de un Dios de suprema perfección que creó el mejor de los mundos posibles, habiendo dispuesto una armonía preestablecida del universo - visión por completo optimista -, cuando criticó la ‘sustancia extensa’ de Descartes, mera continuidad pasiva, le contrapuso una idea de ‘unidad de fuerza’ como aquello que “resiste”; noción que se parece bastante a la de una voluntad que no tiene ya todo dado; ni armónicamente preestablecido tampoco.
Y si aún con Schopenhauer, que partió – con mayor pesimismo - de un impulso como fuerza ciega, cabe admitir que ésta, una vez iluminada por la inteligencia que sea, se transforme en voluntad humana; es decir en capacidad de hacer que supone, tanto ser ejercida como un mundo en que afirmarse, no ya dado necesariamente de la mejor manera éste, pero sí mejorable.
De modo que, en tanto una buena voluntad se ejerce, no es ni optimista ni pesimista; es la existencia misma del bien, en acto; es la vida digna que se afirma. Mientras resista y persista, el corrupto no podrá decir que ha triunfado, porque no logrará ser reconocido.
No se trata tanto entonces de que tengamos que vivir resaltando ora aspectos positivos ora negativos de las cosas – que era nuestra tercera manera de entender la oposición - como de no permitir que lo malo se naturalice ni las instituciones se debiliten y dejen de hacer efectivas las responsabilidades; necesarias, más que para castigo del malo, para dar las garantías que el bueno merece.
Ante tantas argucias por parte de quienes no quieren hacerse responsables de los males que padecemos, recuerdo las palabras finales de Cándido (“o el optimismo”, de Voltaire), cuando su compañero quiere volverlo a las cavilaciones sobre si es éste el mejor de los mundos posibles, y él contesta: “lo que importa es no disertar, no argüir y cultivar la huerta”.
Juan Alberto Madile
Rosario, agosto de 2015
Publicación periodística: 10/08/2015
