El misterio y el enigma
El interrogante acerca de un algo, más allá de la experiencia sensible del hombre -y su justificación, desde el más acá de su yo-, no ha cesado de inquietar al pensamiento.
El interrogante acerca de un algo, más allá de la experiencia sensible del hombre -y su justificación, desde el más acá de su yo-, no ha cesado de inquietar al pensamiento.
Con denominaciones, que aluden a lo divino: ente supremo, el que es en sí y por sí, ser absoluto, principio de todo (de pensamiento y como generador), espíritu universal, razón universal, voluntad suprema, el que está más allá de todo ser, el fundamento del mundo, la finalidad a que todo tiende... Con sus atributos: la omnipotencia, omnisciencia y perfección; la infinitud y eternidad; la bondad, verdad y amor supremos... Y con las dimensiones en que se manifiesta: lo divino, lo santo, lo sacro.
Queriéndose mostrar y demostrar su existencia: mostrarla, con Pascal (no existe el vacío, por consiguiente hay un Dios), con Anselmo de Aiosta (algo mayor de lo cual nada puede pensarse, entonces no es que se reduzca a ser pensado), con Duns Escoto (ser cognoscible sin contradicción, luego existe); y demostrarla, con las cinco vías de Tomás de Aquino (primer motor,...), con Descartes (ideas de lo perfecto e infinito en el hombre, no siéndolo éste; por tanto, no pudo haberlas creado él), con Leibniz (que además de infinito y perfecto, dice probar su posibilidad).
Pero en el mundo moderno se ha impuesto la diferenciación entre proposiciones analíticas y referidas a hechos, exigiéndose en éstas que la experiencia los compruebe.
Por eso, habré de atenerme a mi propia experiencia: sé que existo. Aquí y ahora. Porque aquí y ahora está ubicado mi cuerpo orgánico. Que además de sentirlo soy consciente de él. Entonces, sé que estoy vivo. Y como además soy racional, requiero una razón de mi existir. ¿Cuál es aquella razón necesaria, que no puede no ser, para mi estar vivo? Primariamente... la luz del sol (que ya los antiguos adoraron). Y que encuentro como real y necesaria: antes en mi vigilia del día que en los sueños de la noche.
Y bien..., día, luz de día, pertenecen al mismo grupo de palabras que Dios. Quizá hasta provenga etimológicamente, ésta de aquéllas. En esa luz (sin la cual yo no sería) encuentro pues una primera y fundamental razón de mi existir en cuanto a su por qué.
Y como cuerpo vivo que soy, una vez engendrado requiero de cuidado y protección, por lo que tiendo a acogerme a esa claridad, si es que la personifico, según una relación de hijo a padre. Es lo que muestra la idea de trinidad cristiana; la divinidad como relación: hay Hijo en relación con el Padre; hay ambos en relación con el Espíritu. O sea: no hay espiritualidad sin realización.
¿Se sigue acaso entonces que Dios deba estar recién al final; y de nosotros depender el amén, el así sea de la plegaria?
Pero a esta luz, a la que debo la vida, no llego a conocerla así personificada; si ni alcanzo a comprender mi propia persona y su necesidad de estar viva...
Por el contrario -y precisamente por estar vivo-, me sé contingente; pude no haber nacido y puedo morir en cualquier momento. Ubicado como estoy donde toda cosa no es (para mí) en sí misma sino relativa a otras cosas. Pero es que es así, justamente, porque la pienso: cada cosa en tanto pensada, remite a otras en una totalidad (en proceso) en la cual, recién la entendería por completo. Querer conocer todo, presunción tan infinita como su objeto, decía Pascal.
Relativa infinitud pues la mía, que no puede ser más que un horizonte, en el falso borde de la esfera en que vivo. Es decir, límite que la realización de mis propósitos va corriendo cada vez, reflejados ellos como significados, en ese espejo de la interacción que es la cultura social en que vivo.
Así es como postulo, con mis propósitos, un absoluto en mi vida: es mi razón de ser en cuanto para qué, resultando necesario para hacerlos, para mí y para los demás, en ese espacio que abro con mis proyectos. Me creo pues, mi propia necesidad de ser. Es la parte iluminada de mi vida, es el día como opuesto a la noche de lo que ignoro. O también Dios, que es día en sánscrito; símbolo de la luz que ilumina mis actos.
Por lo que la pregunta: "por qué soy, pudiendo no haber sido?", recibe una primera respuesta: porque me debo a esa cierta claridad de mi vida consciente; o también: gracias al enfoque, que puedo o no personalizar en un Dios en su origen, de esa mejor parte de mi vida en que intento la unidad de mis relatividades. Ello, aunque proposiciones empíricas no constaten la existencia de un Dios, ni basten para demostrarla deducciones hechas a partir de sus pretendidos atributos (los de su esencia: infinitud, perfección).
De modo que para esta evanescente llama que soy, hay no obstante un absoluto entonces, en esa simbólica iluminación de mi conciencia, que la luz universal ha hecho posible y a la que mi cultura presta sus significados. Condición necesaria, esta luz, de toda vida; sea que se la divinice o no.
Porque sea que se lo haga o no, es en algún sentido la divinidad medida del hombre (así como fue para Protágoras el hombre, medida de las cosas) en cuanto alza éste la vista al cielo aunque permanezca en la tierra, abriendo y recorriendo esa dimensión entre cielo y tierra; que eso es el poetizar según Hölderlin. Si el pensar mismo fue en su origen un poetizar: se lo decía con imágenes... así como una plegaria fue, en su sentido más profundo de acto de humildad, su silenciosa contemplación de la inmensidad que lo envolvía.
Misterio en la persona Divina (porque si hay un Dios está escondido: atribúyase esto al pecado del hombre o al hecho que éste sólo dé crédito a sus sentidos) enigma en la persona humana (como complejidad a descifrar). Pero se da en ésta un hecho cierto: el funcionamiento de un cerebro que le permite, tanto el pensamiento en un horizonte limitado que él va trascendiendo, como la meditación frente a una realidad plena que lo trasciende... cuando eleva la mirada al cielo nocturno (cuyos astros los antiguos también adoraron), una vez oculto el sol, tiene la medida de aquello que en él no se reduce a la localización de su cuerpo.
El cielo y la tierra, el día y la noche, la luz y la oscuridad, la vida y la muerte inevitable como destino que asumir, porque no hay alternativa a una vida perecedera que no sea la quietud mineral. Pero no llores la muerte del sol... las lágrimas, no te dejarán ver las estrellas (R. Tagore). Por eso, no diré "no puedo" ¡Sí puedo! puedo... no elegir el no ser (G. M. Hopkins).
Juan Alberto Madile.
Su publicación en Suplemento Literario dominical del 21/06/2020.