Los Avatares de la Libertad
En un artículo del año pasado en este mismo espacio, discurría sobre la libertad. Y su relación con una voluntad ilustrada. La idea del artículo era: pese a ser cons
En un artículo del año pasado en este mismo espacio, discurría sobre la libertad. Y su relación con una voluntad ilustrada.
La idea del artículo era: pese a ser consciente, no puedo inicialmente verme; pero por serlo, ya las cosas y sucesos dados a mi percepción, en la situación en que me descubro, me ofrecen un sentido. Mi actitud frente a ello es activa, cuando dispongo mi entorno para ejercer mi voluntad en él; y es libre, de un modo auténtico, cuando lo que hago tiene sentido para mí y en su resultado puedo finalmente verme como quiero ser.
Su desarrollo conducía, pues, de una imposibilidad originaria por conocerme, a mi libertad de hacerme.
Para verme, yo, sujeto, tendría que poder identificarme con su objeto: yo mismo, en este caso; suprimiéndose así, tanto a la relación consciente, como al sujeto y objeto en relación.
No puedo - pese al consejo socrático - llegar a conocerme; al menos, al tiempo en que pienso en mi ser actual; ¿significa que ni ser tengo, o que se percibe recién en mis actos?
He ahí, precisamente (e introducida la dimensión temporal): la libertad o su negación.
La libertad, porque puedo, en mi presente, conocerme objetivamente en lo que fuí, por el testimonio de mis actos pasados registrados en mi memoria actual, pero también elegirme en la orientación que imprima a los futuros; o la negación de la libertad, por el contrario, como ilusión de haber sido libres mis actos cuando su realización en el pasado, que me revelan en el presente, tan sólo, una naturaleza inmodificable, que repito.
A todo ello lo pensaba en aquel trabajo, en relación con la conveniencia, tanto individual como colectiva, de una voluntad ilustrada.
Reenfoco ahora el problema de la libertad, y lo hago desde el otro lado. Parto de su concepto negativo; no de la subjetividad sino de los obstáculos a su desarrollo.
Su concepto negativo: falta de obstáculo para la acción. Hay, pues, una libertad física; que es: ausencia de obstáculos materiales a la realización de movimientos que proceden de la voluntad; siendo ésta, propia de los seres humanos. Libertad, pues, desde el punto de vista positivo: condición de seres que se mueven por su sola voluntad; vale decir, que tienen poder de obrar.
Y hay para éstos, una libertad moral (o libre albedrío), que es la que se pone en cuestión frente a obstáculos a la acción, no ya materiales ni absolutos, sino que ejercen influencia subjetiva y que pueden relegar a otros, por su mayor fuerza. Se trata de motivos.
Por tanto: no me conozco; lo hago recién por mis actos y en el tiempo. Ahora bien: no siendo éstos mero efecto de causas físicas ni simple respuesta a estímulos sensoriales, sino que son voluntarios, ¿son por eso míos?
Quiero decir: ¿mi voluntad es auténticamente libre? Hemos así pasado del ‘poder hacer’ al ‘poder querer’.
‘Soy libre cuando hago lo que quiero’, me decía en el trabajo anterior.
Pero…fuera de la ausencia de obstáculos materiales insuperables e irresistibles, ¿soy en verdad libre cuando puedo hacer lo que quiero? ¿soy quien efectivamente elige los motivos de mis actos, o son ellos los que se imponen a mi voluntad por su mayor fuerza relativa? p. ej., el interés económico o la fama, por sobre lo que quiero o debo…
Tal el ámbito de mi libertad moral.
Pero hay un hecho que es incuestionable: el testimonio que presta el sentimiento de mi responsabilidad, que hace que se me atribuyan mis actos y que deba responder por ellos.
Es verdad que los motivos de mis actos dependen en distinto grado de otros motivos que son en última instancia culturales e inculcados por la educación.
Ello hace, entre otras cosas, a la existencia social de reglas, tanto morales como jurídicas, que crean motivos que puedan contrarrestar a aquellos otros considerados como inmorales e ilícitos.
Pero tampoco parece que quepa aceptar sin más a los procesos de transmisión cultural como mecanismos ciegos: nadie es exclusivamente el resultado de cierta crianza, sino que media la propia conciencia, que acepta o rechaza, modaliza o transforma, a los contenidos culturales recibidos por transmisión colectiva.
Puedo todavía salirme de toda condición y aseverar: ‘soy libre cuando quiero lo que quiero sin motivo alguno’, sólo porque en el momento lo quiero.
Pero en tal caso estaría contraviniendo el principio lógico a que me obliga mi carácter racional: el de razón suficiente. Y hasta el principio de no contradicción, porque ¿soy acaso libre, sujeto a mis caprichos?
También se ha dicho: ‘no soy libre cuando hago lo que quiero sino cuando quiero lo que hago’.
Con lo que, más allá de que parece utilizarse el ‘quiero’ de modo ambigüo (como voluntad y como sentimiento), no deja de decirse que, haciendo (voluntariamente) lo que tengo que hacer, hay ya alguna forma de libertad implicada en ello.
Pero hay un tercer aspecto de libertad: la intelectual, vinculada con nuestra capacidad de pensar y reflexionar.
¿Qué obstáculos se le oponen?
Razón y reflexión suponen autoconciencia, aunque no pueda verme - ni menos conocerme - sin mediaciones, como tenemos dicho. Pero justamente los motivos de mi voluntad de que se desprenden mis actos, tienen por contexto la realidad en que vivo. Que sí puedo representarme. Y puedo hacerlo a mi manera.
Tal representación, pues, no es sólo colectiva sino también individual, consciente y autoconsciente. Que hace que me atribuya los actos propios y me tenga por responsable de ellos.
¿Determinación por el motivo más fuerte, entonces, que suele ser el interés material? No, si tal representación compone un mundo coherente, en cuyo contexto elijo mis motivos. Es la necesidad de ilustrar la voluntad, que resalté en el artículo anterior.
Soy libre - a partir de una herencia, es cierto, pero que siempre requiere que la asuma -, cuando desarrollo mi capacidad intelectual en el sentido de la elevación espiritual de mis motivos. Cuyos actos consiguientes me reflejen. Y lo soy, cuando vivo en una sociedad que me permite crecer para mejorarla. Con la palabra, por caso. En una sociedad con libertad de expresión, entonces.
Y como sea, existe siempre culturalmente la mediación del lenguaje. Hablar supone compartir un vocabulario, una sintaxis, los mismos significados. Vale decir, supone un mundo. Pero ‘hace falta’ además que lo haga; tengo una necesidad que satisfacer, un vacío que colmar; y que si a alguien me dirijo, pido que asuma. Es decir, no me limito a transmitir contenidos ya hechos, sino que con mi intención me ‘valgo’ de ellos. Y quien me escuche – en tanto no sea relación de poder –, si los asume, no lo hace obligadamente según mi intención.
Otra vez: libertad, en el otro y en mí, aún valiéndonos ambos de un mismo instrumento de la cultura social. Es más: cuanto mejor aprendamos los dispositivos culturales – en tanto no sean ideológicos – mejor podremos expresarnos.
Es que subjetividad y objetividad social, más que oponerse deben corresponderse.
Libertad por tanto, en un sentido más cultural, es cuando se conjugan ambas representaciones de la realidad, la propia y la que comparto; es el encuentro de lo exterior con lo interior: el de un mundo ya constituido pero nunca del todo, con mi apertura a mis posibilidades en él.
No lo es: ni mi aislamiento en lo que creo que soy, ni mi alienación en lo que siento que no soy.
Entonces: ni las reglas de la convivencia (que me garanticen un hacer pacífico), ni las pautas culturales (de las que parto), ni los motivos predominantes en mi medio (a los que puedo no adherir), constituyen normalmente obstáculo sino condición, para mi realización en éste.
Que libertad finalmente, y en un sentido ahora más personal, es poder expresar mi vida a mi manera y sin humillaciones, en el medio en que actúo.
Y al obstáculo, en todo caso, debo enfrentarlo; si precisamente comienzo recién a ser, empezando por negar todo cuanto pueda negarme.
Realizo, así, mi libertad, asumiendo las realidades y enfrentando sus obstáculos.
De modo que, si bien la libertad sólo se muestra condicionada, y si bien somos menos libres de lo que nuestras exaltaciones suponen, lo somos más de lo que nuestra comodidad aconseja.
Es nuestra responsabilidad en definitiva, la elección del mejor motivo que determine los actos; en los que podamos vernos con dignidad, sin vergüenza; y que se nos considere, más que como accidentalmente exitosos, como esencialmente valiosos.
Juan Alberto Madile
(Para “Opinión”, de “La Capital”, Rosario, marzo de 2014)
Publicación periodística:10/03/2014